Llegó a Winesburgo un forastero que vio en la niña lo que no había visto su padre. Era un joven de elevada estatura, de pelo rojizo, que casi siempre estaba borracho. A veces solía sentarse en una silla delante de la New Willard House, con el padre de la niña, Tom Hard. Este hablaba, sosteniendo que no era posible la existencia de Dios; el extranjero lo oía sonriendo y guiñaba el ojo a los que estaban cerca de ellos. Se hicieron grandes amigos, él y Tom, y solían estar juntos muy a menudo.
El forastero era hijo de un rico negociante de Cleveland y había venido a Winesburgo con una finalidad. Quería curarse del hábito de la bebida, y pensó que tendría mayores probabilidades de luchar con aquel vicio que estaba alquilándolo si ponía tierra de por medio entre él y sus amigos de la ciudad y se iba a vivir en un pueblo del campo.
Su estancia en Winesburgo no fue precisamente un éxito. La monotonía con que transcurrían las horas lo llevó a darse con más ahínco que nunca a la bebida. Pero acertó en una cosa. Puso a la hija de Tom Hard un nombre que encerraba un gran sentido.
Una tarde venía el forastero haciendo eses por la calle principal del pueblo, todavía con la resaca de una copiosa borrachera. Tom Hard estaba sentado en una silla, delante de la New Willard House, y tenía encima de las rodillas a su hijita, de cinco años entonces.
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