Sergio Sinay
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miércoles, 10 de julio de 2013
La casa de todos
Se abre la ventanilla de un auto y vuelan, como si se liberaran, un papel o una lata de gaseosa. Una persona que camina deja caer, como si se fuera desplumando, el envoltorio de un caramelo, un paquete de cigarrillos vacío o la factura de la compra que acaba de realizar. El señor o la señora que sacaron a su perro a dar un merecido paseo miran para otro lado mientras el pichicho siembra sus excrementos en la vereda y terminada la acción tiran de la correa y se alejan lo más campantes. El preparador físico, la profesora particular de inglés o matemáticas, la banda de rock que va a debutar en un boliche de la zona, y muchos más, pegan sus anuncios en las rejas recién pintadas de la plaza, en el sostén del alumbrado público, en la señalización que indica el nombre de la calle (y de paso tapan ese nombre). El grafitero se cree de pronto la reencarnación de David Alfaro Siqueiros o de José Clemente Orozco (geniales muralistas mexicanos del siglo XX) y sale por las noches a enchastrar paredes, persianas y vagones de subte cuyo mantenimiento pagan vecinos, comerciantes y usuarios. El señor o la señora apurados (o perezosos para caminar una cuadra) estacionan el auto en la bajada para cochecitos o personas impedidas y se desentienden olímpicamente de las dificultades que crea su falta de solidaridad.
Los ejemplos se multiplican. Quien ande por la ciudad con los ojos abiertos y con cierta conciencia los irá recogiendo a cada paso. Miles de personas hacen en el espacio público y común lo que no hacen en sus casas. Imagino que en sus casas no arrojan los papeles en el piso y allí los dejan, que no pintan las paredes con monigotes y consignas, que no caminan esquivando a duras penas caca de perro, que no hacen rodar las latas por los diferentes ambientes, que no obstaculizan torpe y peligrosamente los lugares de paso y que no pegotean en cualquier parte los anuncios de sus talentos. ¿O lo hacen? ¿Son adentro como son afuera? Hermes Trimegisto, mítico y antiguo personaje egipcio, contemporáneo del dios Tot y de quien derivan los saberes ocultos o herméticos, dice en El Kybalion (escrito que se le atribuye) que como es adentro es afuera y como es abajo es arriba. Esto hace temer que quienes depredan la ciudad repiten su conducta hogareña. Y esto crea desaliento. Siendo así, quizás no haya solución.
En un pequeño, lúcido y jugoso libro que se titula Para una política de la civilización, el talentoso pensador humanista francés Edgar Morin (casi un renacentista de hoy) dice que en la civilización actual el nivel de vida, medido en términos materiales y tecnológicos, sube mientras la calidad de vida (percibida en los vínculos, en el ejercicio de valores, en la consideración de y hacia el otro) baja dramáticamente. Como ejemplo de esto, apunta Morin, la ciudad ya no es un espacio de encuentro para sus habitantes, un lugar que ellos recorren, exploran y cuidan tomándolo como territorio de identidad y pertenencia, sino que ha devenido en una simple aglomeración de personas que se desconocen entre sí y que no se sienten responsables de nada en común. Lugares reconocibles y entrañables son desplazados por no-lugares (grandes shoppings, edificios enormes y fríos en donde vigilantes remplazan a porteros, conjuntos inmobiliarios que funcionan como refugios de lujo, gigantescos supermercados que barren con el pequeño negocio en el que cliente y comerciante establecen un vínculo que va más allá de la transacción). Las urbes no albergan ya ciudadanos, sino consumidores. La esencia comunitaria de la ciudad se pierde. Como se pierde la identidad de sus habitantes. Nada hay que cuidar, nada para compartir, cada vez menos intereses comunes. No importa el espacio compartido, no importa el otro con el que se lo comparte.
Lo cierto es que cada agresión a lo público es, se lo quiera o no, se lo sepa o no, una agresión al prójimo, al otro, al semejante. Cuando nos desentendemos de la ciudad, perdemos nuestro derecho a esperar que ella (encarnada en nuestros conciudadanos) nos cobije solidariamente, valore nuestro quehacer, alimente nuestra historia, refuerce nuestra identidad. La ciudad es la casa de todos. Y es la casa en la que a menudo, y quizás sin darnos cuenta, pasamos más tiempo que en nuestro propio hogar. Cuando salimos a la calle no dejamos nuestros valores en el placard, ni nuestros modelos de vínculos en el freezer. Dime cómo tratas a la ciudad y te diré cómo eres en tu casa, podría ser un refrán contemporáneo. Cada quien es responsable de lo que eso quiere decir en su caso.
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